Perfección corpórea
La apariencia física tuvo
un lugar preponderante en la antigua,
lo místico estaba tan ligado a la belleza
que para estar en comunión con la naturaleza
y por ende con el poder que la regia,
era necesario haber alcanzado
cierto nivel de esteticidad.
Estar desaliñado, ser indisciplinado,
irreverente o tener muy poco atractivo,
equivalía a un desorden anímico inaceptable,
un desequilibrio que imposibilitaba
la plena comunicación con el orden mayor
que prevalece en todo lo creado.
La creación de ideas, métodos
e hipótesis tenía un solo objetivo:
la obtención de una amalgama
perfecta de cosas, de una fórmula
mágica con la cual alcanzar una figura
simétricamente aceptable,
acorde a lo establecido
y a la altura real del universo.
Las ideas primitivas,
hijas legítimas del dogma
limitaban por demás el campo
de apreciación de lo bello,
las cualidades intrínsecas
no tenían mayor validez,
lo trivial tenía asegurado
su trono en la historia
y la belleza auténtica,
la que corresponde a lo que posee
características comúnmente
inapreciables, lo que vive
y actúa desde adentro
de las formas vivientes
haciéndolas apacibles,
esplendorosas, admirables,
dignas de emulación quedaba
al margen de toda interpretación.
Los caprichos presentes
en las interpretaciones
de algunos pensadores pusieron
trabas en el camino,
limitando el campo
de apreciación de lo bello
aportando suficientes ideas erróneas
como para atarlo
al simple espacio de lo efímero,
pero la belleza es algo más
que una idea profundamente
impregnada en nuestro subconsciente,
no es un canon sagrado
y si así fuese, entonces
no sería atributo de lo humano,
sino de entidades superiores,
sobrenaturales, quizás de ángeles,
pues todo cuanto existe bajo el tiempo
y el espacio tiende a la imperfección
y todo lo que permuta los dominios
de la imperfección está sujeto
a una incomprensible cadena
de acontecimientos
y de contradicciones
que impiden y hacen absolutamente
imposible la condición de inmutabilidad
y mucho más en los terrenos de la apariencia.
La belleza física cambia
y al igual que todo
aquello que permuta bajo el tiempo,
no es signo de perfección,
superioridad, virtud o bondad,
la inequívoca e inmutable belleza
reside en el ser,
en lo más profundo
de cada uno de nosotros
y no hay puerta, invento,
ni poción mágica
que desde la materia
nos conduzca a su encuentro.
Rafael N. Fernández
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